07 mayo, 2011

Historia y subjetividad



Me siento como invadiendo un espacio ajeno. Sin embargo, por alguna razón me es permitido escribir entradas, por lo que aprovecharé la ocasión.

Conversaba hace unos días con un compañero y un profesor acerca de la necesidad de un marco teórico coherente, que no consistiera en la mera aplicación de un modelo de análisis a una realidad específica, sino que diera cuenta de los conceptos y el lugar de enunciación particulares del investigador. No podemos escapar de nuestra responsabilidad de decir desde dónde nos situamos, bajo qué lentes revisamos los documentos, cómo los criticamos, cómo nos definimos. La pretensión de una historia objetivista ya presume un absurdo. ¿Puede el historiador salirse de su cuerpo al momento de escribir? ¿Salirse de su cultura, de sus gestos, de sus mañas? ¿Cómo negar nuestras subjetividades al momento de escribir la Historia? Creo que la práctica historiográfica en general -con claras e importantísimas excepciones- se ha cargado con el vicio de no definirse a sí misma, antes de definir la realidad de la que quiere dar cuenta.

Hace algún tiempo, con otro profesor, y en un ámbito completamente distinto, surgió la discusión acerca de por qué un niño debería aprender historia. A pesar de que no pretendo hacer clases en colegio en un futuro próximo, aunque tal vez eventualmente sí, la pregunta me parece sumamente interesante si me planteo como educadora, pero en el sentido de mi propia práctica historiográfica. Más allá de la educación de ciertos procesos cognoscitivos específicos que puede significar la enseñanza de historia, como capacidades de análisis social y cultural, la educación en historia debe tener un carácter desnaturalizador. La enseñanza en historia debe dar cuenta de la complejidad de las construcciones humanas, así como también de su fragilidad. El profesor debe ser el demoledor de edificios, que rompe las categorías y las desmenuza, para su detallada comprensión. Es un esfuerzo sumamente fundamental: nos ahorraría esta terrible ideologización nacionalista que heredamos de la dictadura, y otras formas de arbitrariedades e intolerancias muy presentes en la sociedad actual.

En el momento en que el historiador/profesor traza la historia, debe estar dando cuenta de las subjetividades del otro, y las subjetividades de sí. Dibujar la realidad histórica como un cuadro de colores propios, significantes, complejos, teñidos de la convicción de sus saberes, sus historias, sus experiencias; colores que siempre provienen -inevitablemente- de la paleta del investigador mismo, de los colores de la contemporaneidad.. Así, la realidad histórica no es una imagen fija, ni fría, ni inocente, sino que es el resultado de nuestra comunicación con los muertos. Y como todo diálogo, la conversación que tenemos con el pasado a través de nuestro relato es una tarea de dificultosa traducción. Los historiadores somos unos intérpretes: traducimos los ecos del pasado a un lenguaje propio, comprensible, como quien conoce otro idioma.

Sólo creo que en este esfuerzo de traducción, se hace imperativo mostrar nuestros diccionarios: desde dónde hablamos, y cómo interpretamos lo que vemos. Es un esfuerzo sumamente crítico, sobretodo de uno mismo. El historiador/profesor está cargado de prejuicios, de naturalidades, de obviedades, de arbitrariedades, ¡cómo no vamos a guiarnos según nuestro marco cultural! ¡El investigador también está inmerso en una lógica propia, en un mundo propio! ¿Podemos abstraernos a nosotros mismos de la Historia, si somos nosotros quienes la escribimos?

Así, ya que es inevitable integrarnos como enunciadores, debemos imperiosamente definir cuál es exactamente nuestro lugar y perspectiva, y asumir así, nuestras subjetividades a la hora de establecer el análisis.

Una historia así de honesta sólo puede servir a un propósito: desnaturalizar las construcciones humanas, dotando a la humanidad de la capacidad de modificar la realidad a su arbitrio, y no permitirse ser dominado ni coaccionado por estructuras rígidas predeterminadas. El problema es que nuestra educación impuso la noción de "verdad" en el ejercicio histórico, cuando en realidad deberíamos hablar de las múltiples verdades posibles, infinitas, y todas igualmente coherentes, y por tanto, "reales".

Parafraseando a Salazar, el problema es que la historia ES, mientras que debería ESTAR SIENDO. Y en la medida que podemos, a través de la historia, demostrar que la vida humana es infinitamente subjetiva, vamos a estar otorgando herramientas para que las personas (me refuso a definir a la humanidad como el Hombre) puedan hacer de sí y de su sociedad lo que sea de su voluntad. Olvidémonos de la verdad, de lo "natural", de lo obvio. El mundo puede ser lo que queramos hacer de él.

Y esperemos hacer uno más equitativo, y sobretodo, más libre.