13 junio, 2008

Abelardo y Eloisa o la tragedia del amor medieval

Después de la lluvia el aire olía a tierra mojada. Todavía corría aquel viento frío previo a la tormenta. El cielo estaba gris, ningún animalillo se asomaba por la floresta y el camino parecía hacerse eterno sobre el horizonte.


Abelardo se encerró aún más en su túnica y dispuso la partida. Se había refugiado del aguacero bajo un roble frondoso que se alzaba en medio del camino, a orillas de un riachuelo que ahora corría como un torrente.


Las botas de cuero no habían dejado traspasar la lluvia y, a pesar de la humedad y el frío, el agua no había penetrado sus ropas. Pensó en Eloisa. La imaginó al abrigo de un bracero, arropada con un chal, inmersa en sus bordados y sus pensamientos, rodeada de monjas y rosarios.


Mi pobre Eloisa, no sé cuál de los dos se lleva la peor parte de este calvario, si yo con mi condena de vagar eternamente, desterrado en esta libertad oprobiosa al saberme separado de ti, deshonrado, sin la gracia de Dios y con la iglesia sentenciándome, o tú, encerrada en la gracia divina, que más que el paraíso, ha de ser un infierno para tu intrépido espíritu.

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Eran tiempos de oscuridad. Los caminos habían sido abandonados,. Solo los vagabundos, los aventureros y los demonios se atrevían a cruzar las rutas que cientos de años antes habían transitado las imponentes legiones romanas. La maleza, como mala hierva, cubría cualquier huella dejada por los viajantes. Solo los muy avezados podían orientarse por aquellos parajes asolados por salvajes y rufianes. Los bosques se erguían dueños y señores del paisaje. Las grandes ciudades habían sido abandonadas a la gracia de dios, convirtiéndose en aldeas populosas y mal olientes. Era la época de las grandes invasiones bárbaras.


Cuando Abelardo llegó a París tenía 17 años. Se había levantado un día de su cama y agarrando su báculo, les había dicho a sus padres que se iba. A París. A la universidad. Besó a su madre y abrazó a su padre con cariño. Recogió sus pocas pertenencias, que en el fondo eran sólo libros: la Biblia, las confesiones de San Agustín y sus largas interpretaciones sobre la vida y el espíritu de las cosas. Más tarde se agregarían Averroes y Aristóteles.


No sabía muy bien que dirección tomar, ni que haría una vez llegado a aquel lugar desde el cual le llegaban remotas noticias. Había escuchado contar a los caminantes

que en aquella ciudad la gente se juntaba para leer los escritos de gente muy antigua, que podían acceder incluso a los textos originales de la Biblia. Que los sabios dictaban cátedras en las

escalinatas de los edificios, en las calles, en las Iglesias. Todo París bullía de conocimiento.


Afuera de las iglesias se juntan jóvenes guiados por viejos que aprenden la lengua de los gentiles, discuten cosas sin sentido, como el origen de la divina trinidad, si las plantas y los animales tienen espíritu. No se cansan nunca, nadie les gana en el arte de producir palabras


Aquellas noticias traídas de cuando en cuando fascinaban a Abelardo y, con el tiempo, sus ansias por conocer el mundo se habían transformado en una insistencia febril. Él quería saber. Saberlo todo

.

Desde pequeño le habían intrigado muchas cosas. ¿Dios los observaba todo el tiempo o sólo cuando dormían?. ¿Por qué las zanahorias crecían bajo tierra y no como las flores que nacían mostrando todo su esplendor?. ¿Existían más colores o sólo los él que veía hundirse en el horizonte de su campo?.


La noche en que llegó a París hacia mucho frío. El cielo presagiaba tormenta, adivinando el dolor que el conocimiento deseado habría de ocasionar a Abelardo. Caminó ansioso por las calles estrechas, como esperando encontrarse con los padres de la iglesia a cada vuelta de esquina.


La ciudad lucia oscura. La luna manteníase exiliada y todo animal nocturno, observaba desde su escondrijo el desarrollo de la vida. Las calles malolientes escondían a leprosos y vagabundos entre las sombras. La Catedral, imponente, se erguía como un presagio divino: Notre Damme. Nuestra Dama. Más alla el Mercado silencio entre las calles de tierra, y más allá aun, el río, el campo, el bosque, la lejanía, los territorios del mal


La tormenta se desató tremenda sobre las sombrías calles de París. Abelardo buscó refugio, pero ninguna puerta se abrió para aquel desarropado afuerino. Amaneció empapado, tiritando de frío en las escalinatas de una pequeña iglesia en las orillas del Sena. La fiebre lo había atacado por la noche y, como llevaba varios días sin comer, pronto cayó en un estado de semi-inconciencia. Veía a su madre que, llorando, le pedía volver y a su padre ordenándole regresar a sembrar los campos. De pronto, las imágenes desaparecieron y un anciano de largas y canas barbas se irguió enfrente de él.


Levántate Abelardo, tus días no terminan en la escalinata de una iglesia. Tienes una misión que cumplir, sólo pagando el costo con tu corazón podrás acceder al conocimiento que Dios te envía. Levántate. Abandonarse a la derrota es el peor de los pecados.


Ya no recordó nada más. Cuando despertó se encontraba acostado en una cama. Un fuego ardía en el centro de la habitación, sobre él, una tizana desprendía extraños olores. La habitación se encontraba casi en penumbras, sólo un par de velas iban dando forma a los objetos. No tenía fiebre y le habían puesto otra ropa. De pronto lo vio, mimetizado con una oscura esquina de la habitación. El viejo de sus delirios.



Continuará...

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